“… Jerusalén es la tierra que resume la vocación y el destino de la humanidad, Jerusalén, la tierra tres veces Santa, por distintas razones, para los hijos de Abraham, Judíos, cristianos y musulmanes. Comprender Jerusalén significa tener entre las manos la clave de interpretación de toda la historia de Dios entre los hombres. De ella, cada uno de nosotros puede decir con el salmista: “He aquí a mi madre, todos han nacido en ella” (Sal 87).
Pero, ¡qué distancia, cultural aún más que geográfica, entre el Occidente y el Oriente! En Jerusalén, las fuerzas a favor de la paz son más acuciantes que en otros lugares porque están alimentadas por la visión mesiánica descrita por Isaías. Cualquier buscador de la paz debe ser un profeta, un pionero lúcido e intrépido que va hasta el final de la marcha tortuosa que conduce a la paz. En Jerusalén, la responsabilidad de las iglesias es mayor que en cualquier otro lugar del mundo, porque iluminadas por la memoria gloriosa de Cristo que, muerto en la cruz, como dice San Pablo, destruyó el muro del odio, creando en sí mismo, a partir de hermanos enemigos, un solo Hombre Nuevo. (Cf. Ef 2,11-17).
En cada peregrinación yo celebró la Santa Misa en el santuario de “Dominus Flevit” frente a la ciudad con sus murallas, así como Jesús muy a menudo la contempló desde el Monte de los Olivos hasta derramar lágrimas de amor por sus habitantes. Ah, esas lágrimas de Jesús: “« ¡Jerusalén, Jerusalén… ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus polluelos bajo las ala…” (Mt 23,37-40). Ahora, tengo ante mí una ciudad aún más compleja que hace dos mil años, con las tres familias nacidas de nuestro padre común. Todas pueden reclamar la totalidad de Jerusalén, pero ninguna puede reclamarla excluyendo las otras. Ella no es un lugar que uno posee sino un lugar que nos posee; es una ciudad donde cada uno tiene que desnudarse de sus legados humanos para dedicarse integralmente a la única fidelidad que cuenta, la fidelidad a Dios.
La tragedia del Oriente Medio no puede tener otro camino de salida que el espiritual. Es inútil hacer el balance de las violencias recíprocas. Debemos superar las solidaridades opuestas que a veces nos dividen hasta el odio. Después de 66 años de tentativas y de incomprensiones, es hora de que Israelíes y Palestinos se reconozcan plenamente y caminen hacia la paz, de la cual Jerusalén lleva su nombre. Abraham, que ha fundado nuestra tradición religiosa común, corre el riesgo de difuminar lo que nos diferencia en la adoración de un Dios único. Esta coexistencia en Jerusalén, más difícil que aquella que reúne distintas generaciones viviendo bajo un mismo techo, exige en primer lugar, la paz al interior de cada una de las tres familias. Tenemos que demostrar que somos capaces de santificar Jerusalén a través de la paz dentro de sus muros y de abrirla… “
† Cardenal Roger Etchegaray
Roma, 20 de octubre 2014