Es un motivo de gran gozo y de agradecimiento al Señor para todos nosotros, que hemos apenas concluido la celebración del V Centenario del nacimiento de Santa Teresa de Ávila, madre de nuestra familia religiosa, en la que la Iglesia reconoce un lugar particularmente lleno de testigos creíbles de la belleza y del amor de Dios.
Esta canonización es un signo más que el Señor nos concede para consolidar nuestra fe y darnos ánimos en nuestro camino de carmelitas, llamados a experimentar la «ternura combativa» del Esposo (cf Evangelii gaudium 85), que con su amor quiere encender la esperanza en el corazón de todos los hombres. Vivimos un período histórico marcado por una profunda transformación, que afecta a todos los ámbitos de la vida humana –costumbres, cultura, religión, sociedad, economía– a un nivel global, desencadenando tensiones y miedos. Nacen sentimientos de inseguridad y de desconfianza recíproca, se crean situaciones de injusticia e inestabilidad, que ponen a dura prueba la convivencia pacífica y la confianza entre las personas, esencial para un camino común y fecundo.
La visión bíblica del hombre, en la duplicidad de su ser varón y mujer, y la comprensión de su significado de cara a la vida ya no son un patrimonio común sino, al contrario, se ponen en tela de juicio. En el centro de esta batalla por la vida está la familia natural, fundada sobre el simple reconocimiento de la diferencia providencial entre hombre y mujer que permite, dentro de una relación de alianza basada en el amor recíproco, generar, cuidar, acrecentar la vida humana, no solo para sí mismo sino para todo ser humano.
La canonización de los cónyuges Martin es un signo de los tiempos que nos tiene que interpelar profundamente porque tiene un valor epocal. La Iglesia, de hecho, guiada por el Espíritu, ha decidido –por primera vez en su historia– canonizar juntos una pareja de esposos, durante la celebración de la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tiene por tema la vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo, en el domingo dedicado a la Jornada mundial de las misiones.
¿ Una familia ejemplar ?
Ha pasado un siglo y medio desde que Luis y Celia, en la media noche del 12 de julio del 1858, se casaron en Alençon, y han cambiado radicalmente muchas cosas, tanto en la Iglesia como en la cultura europea. ¿En qué sentido su matrimonio y la historia de su familia pueden ser ejemplares para nuestros días cuando el modelo mismo de familia y la praxis prevalente están tan lejos de lo que ellos creían y vivían?
Antes de nada, es preciso liberarse de prejuicios y de clichés culturales que catalogan inmediatamente como anticuado y trasnochado todo lo que pertenece al universo del siglo XIX. Si observamos de cerca la vida de la familia Martin, vemos a un hombre y a una mujer que vivieron una historia común, marcada por acontecimientos con los que todavía hoy nos podemos identificar, porque son sencillamente humanos: no son jovencísimos según el standard de la época (cuando se conocieron –y pocos meses después se casaron– ella tenía 27 años y él 35), se unen en matrimonio y ponen en común sus vidas, aprendiendo día tras día a compartir las capacidades, las responsabilidades, las cargas, las alegrías y las penas. Luis tenía una relojería, Celia había iniciado por su cuenta una empresa de producción del famoso bordado de Alençon. Sus trabajos respectivos garantizaban un cierto nivel de vida, que sin embargo lo vivían sin ostentación ni aprensión, a pesar de que en un determinado momento, las condiciones socio-económicas se encrudecieron a consecuencia de la guerra entre Francia y Prusia (1870-1871). Trabajar los dos, concebir nueve hijos, cuidarlos, afrontar el luto por la muerte de cuatro de ellos en una tempranísima edad, no fue ciertamente fácil, sobre todo para Celia, mujer emprendedora, que tenía la responsabilidad de dar trabajo, y por lo tanto sustento, a sus empleadas y a sus familias. Luis estuvo siempre a su lado llevando las cargas con su mujer, con serenidad y delicadeza, apoyándola con su presencia y optando, en un determinado momento, por dejar su trabajo para atender las exigencias de su mujer, que veía cada vez más cansada, y ayudarla a sacar adelante su empresa, sobre todo cuando irrumpió la enfermedad que le afectó de joven, llevándola a la muerte en el 1877, cuando solo contaba 46 años.
Luis se encontró de este modo viviendo su condición de viudo hasta la muerte, que tuvo lugar 17 años después, después de una humillante enfermedad que afectó a sus facultades mentales. Se ocupó de las cinco hijas y de su educación, entregándose enteramente y decidiendo trasladarse de Alençon a Lisieux, desarraigándose con tal de dar a sus hijas la posibilidad de ser seguidas por su tía Celina, con quien existía una relación de estima y cariño. Las cinco entraron en el monasterio. Acompañarlas en este proceso –sobre todo la pequeña Teresa, la predilecta– no fue para él un pequeño sacrificio, aunque lo viviera como una generosa ofrenda de su vida y de sus hijos a Dios, tal y como siempre hizo junto con Celia. Por otra parte, eligió para su familia el slogan de Juana de Arco: Servir a Dios en primer lugar.
El matrimonio: vocación y amistad
El breve elenco de algunos rasgos concretos de la experiencia familiar de Luis y Celia nos permite captar fácilmente las analogías con la experiencia de tantas familias que hoy deben afrontar dificultades económicas, conciliar el ritmo frenético del trabajo con la educación de los hijos, dar un sentido a los sufrimientos que inevitablemente llaman a la puerta, poniendo en peligro la armonía familiar. Pero el motivo por el cual la Iglesia considera ejemplar su testimonio de vida conyugal es mucho más profundo y tiene que ver con la verdad del amor humano dentro del proyecto divino de la creación.
Si vamos a la raíz de su esperiencia, encontramos enseguida dos elementos que nos hacen actuales para ilustrar como puede «funcionar» una relación de amor y poder decir así una palabra a las parejas, sobre todo jóvenes, que están desanimadas ante el ejemplo de tantos naufragios y, aun conservando en el corazón el deseo, no creen que sea posible la fidelidad, resignándose de esta forma a una forma mediocre de vida.
El primer elemento es vivir el encuentro con el otro y el matrimonio como vocación. A esto Luis y Celia fueron preparados por su propia historia personal, dado que los dos habían pensado vivir su vida cristiana consagrándose a Dios. No es este elemento, obviamente, el ejemplar, sino la sensibilidad y actitud para percibir y concebir la propia existencia como un diálogo con el propio Creador, que tiene un proyecto y va dejando señales por el camino que indican, para una mirada atenta, cual es el camino para saciar la sed de proprio corazón. Solamente percibiéndose como un don que viene de Dios y aprendiendo a mirar al otro como rostro del amor del Padre, es cuando es posible construir la propia casa con un fundamento estable. Esto resultó claro para Celia cuando, al ver acercarse a su futuro marido mientras recorrían en sentido opuesto el puente de San Leonardo de Alençon, sintió resonar en sí una voz que le decía: «Questo es el hombre que he preparado para tí».
El segundo elemento es la consecuencia directa de esta mirada y apertura de corazón: vivir la relación con su propia mujer /con su proprio marido en clave de amistad. La estima y el respeto que brotan de la espontaneidad de reconocerse gratuitamente como aliados y del gusto de ser una ayuda el uno para el otro, aportan la paciencia, la humildad, la tenacidad, la ternura, la confianza y la curiosidad necesarias para que la relación no degenere en la búsqueda de sí mismo en el otro, en el intento de ejercer un poder, en el desgaste de lo repetitivo. En expresiones como éstas: «Te sigo en espíritu durante todo el día; me digo: “En este momento hace tal cosa”. No veo el momento de estar a tu lado, mi querido Luis; te amo con todo mi corazón y siento que se duplica mi cariño al verme privada de tu presencia; me resultaría imposible vivir lejos de ti» (Cartas familiares 108); «Siempre soy feliz con él, me hace la vida muy pacífica. Mi marido es un hombre santo, todas las mujeres deberían tener uno igual: este es mi deseo para ellas en este nuevo año» (Cartas familiares 1); o bien, «tu marido es un verdadero amigo, que te ama más que la vida», no es nada dulzarrón, es la expresión de la solidez de un cariño sincero.
Las diferentes sensibilidades, los muchos detalles de la vida conyugal, que a veces producen paulatinamente una distancia y enfrían la intimidad, fueron vividos por Luis y Celia como ocasiones para aportar una mirada cargada de simpatía y de tierna aceptación de la propia diversidad, como aparece en este texto: «Cuando recibas esta carta, estaré ocupada poniendo orden en tu mesa de trabajo; no te alteres, no perderé nada, ni una vieja escuadra, ni un trozo de muelle, vamos nada, y así estará todo limpio por encima y por abajo! No podrás decir que “he cambiado solamente el lugar del polvo”, porque no quedará nada (…). Te abrazo de todo corazón; hoy, pensando que pronto te veré, soy tan feliz que no puedo trabajar. Tu mujer, que te ama más que su vida » (Cartas familiares 46).
La transmisión de la vida: engendrar y educar
Al principio para Celia y Luis vivir el matrimonio y abrirse a la vida no fue fácil. Tenían que comprender que amar a Dios con todo el corazón pasaba a través de la entrega con toda la energía propia al cónyuge, de modo el Padre pudiera cuidar su creación y continuar edificando su Iglesia como familia de los hijos de Dios. Fue la sinceridad de su mutua búsqueda la voluntad de Dios y la docilidad a los consejos de un sacerdote que los acompañaba, lo que les ayudó a comprender la belleza de la vocación matrimonial, pues pensaban vivir en la continencia. Nueve fueron los hijos que nacieron de su unión llenando de alegría sus vidas: «Cuando tuvimos nuestros hijos, nuestras ideas cambiaron un poco: no vivíamos sino para ellos, esta era nuestra felicidad y no la encontramos nunca sino en ellos. Es decir, todo nos resultaba fácil, el mundo no era ya un peso. Para mí era la gran compensación, por eso deseaba tener muchos, para que crezcan para el cielo. Entre ellos, cuatro ya están bien colocados y los otros, sí, los otros irán también a aquel reino celeste, cargados de más méritos, porque habrán luchado durante más tiempo» (Cartas familiares 192).
En este texto aparecen algunos aspectos centrales del modo de vivir la relación con los hijos, que hoy las familias necesitan redescubrir: el nacimiento de un hijo como un regalo, siempre –aun cuando su vida sea breve y trabajosa– porque viene de Dios y lleva a Dios. Educar significa iniciar en el conocimiento del proprio origen bueno, el Padre, enseñar a desear el cielo y a vivir la existencia –los trabajos, el compromiso, los sufrimientos– como una preparación, algo precioso si se acoge con confianza y amor como paso de un camino que lleva a la meta y acrecienta el valor de la persona.
Todo esto es convincente y se convierte en una verdad que plasma la conciencia y da fuerzas para el camino, cuando los hijos pueden verlo y casi respirarlo en la carne de los propios padres como algo que da sentido al tiempo y a las actividades. El aspirar de Celia a la santidad, para sí misma y para sus seres queridos, era constante, aun conociendo sus propios límites y el tiempo perdido: «Quiero ser santa: no será fácil, hay mucho que limar y el tronco está duro como una piedra. Hubiera sido mejor empezar antes, cuando era menos difícil, pero, al final: “es mejor tarde que nunca”» (Cartas familiares 110). Escribe a su hermano: «Veo con gusto que eres muy apreciado en Lisieux: estás convirtiéndote en una persona de fama; soy muy feliz, pero antes de nada deseo que tú seas santo» (Cartas familiares 116). Incluso de cara a la hija de carácter difícil, Leonia, que en el colegio la habían definido «una niña terrible», aun con la dolorosa conciencia de sus grandes límites –«la pobre niña está llena de defectos como de una manta. No se sabe por donde agarrarla» (Cartas familiares 185) – no falta la confianza sostenida por la fe en la bondad de Dios y en el abandono a su proyecto de salvación: «El buen Dios es tan misericordioso que siempre he esperado y espero todavía» (ivi).
Conocemos bien, por el testimonio de santa Teresita, la gran intimidad de Luis con Dios y de qué modo lo reflejaba en su rostro: «A veces sus ojos se volvían lúcidos por la emoción, y él se esforzaba por retener las lágrimas; parecía no estar ya unido a la tierra, al ver lo mucho que su alma se embebía en las verdades eternas» (Manuscritto A, 60); «me bastaba mirarlo para saber cómo rezan los santos» (Manuscritto A, 63). Durante su enfermedad, en los momentos de plena conciencia, aun sintiéndose humillado, Luis repetía: «Todo para mayor gloria de Dios!»
En un clima de este tipo, lo espiritual es sustancia de la vida y las cosas se iluminan en la perspectiva de la eternidad, de una forma «natural». La familia puede recuperar así su característica original, a menudo poco reconocida en nuestros días, la de ser «el primer lugar donde aprendemos a comunicar», entendiendo «la comunicación como descubrimiento y construcción de proximidad» (Mensaje del Santo Padre Francesco con ocasión de la 49a Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 17 mayo 2015).
Una pareja sensible, acogedora y generosa
La atención al otro y la gratitud para ser como cada uno es, ejercitada en la relación conyugal y que revierta en el cuidado para el crecimiento moral y espiritual de los hijos, tenía en la familia Martin un importante complemento: la caridad generosa, la acogida de los pobres, la atención a quien está en necesidad. El amor a Dios, cuando existe, es inseparable del amor al prójimo y, en modo especial, hacia quien tiene necesidad de ayuda. Son muchos los episodios en los cuales aparece con claridad en la vida de Celia y Luis la belleza de esta atención al prójimo –empezando por las obreras que trabajan en su fábrica de bordados, a quien trataba como hijas (cfr. Cartas familiares 29)– porque son la carne de Cristo, personas especialmente queridas por Dios (cfr. Evangelii gaudium 24,178). Es una atención a la persona toda entera, a su cuerpo y a su alma, que se convierte en justicia retributiva, en el compartir la propia mesa, en el cuidado y búsqueda de una cama para el mendigo, en la preocupación por confortar con la cercanía sensible de Dios en el momento de la muerte a través de la presencia de un sacerdote, en la generosa ayuda económica a un hermano en dificultad, en el gusto de estar al servicio de la alegría de los demás, en solidarizarse con el sufrimiento de quien ha sufrido una pérdida de un ser querido, en la visita a los enfermos.
La atención a los pobres de los esposos Martin forma parte de un estilo de pobreza que marca en el espíritu de las hijas el sentido concreto de la presencia de Jesús y de la verdad de su Evangelio. Su sobriedad no es cicatería sino la actitud que contrasta la tendencia del corazón a cerrarse en la avaricia de su propio tiempo, de sus propias energías, de sus propios recursos espirituales y materiales. La alegría en la pobreza que los hace ricos en humanidad se alimenta de la experiencia de tener la propia riqueza en acoger la gracia de Cristo, reconociendo las propias debilidades y culpas, recibiendo la misericordia de Dios, para vivir en unión con Él, solidarios con los hermanos hacia los que manifiestan siempre sentimientos de misericordia: «¡Dios mío, qué triste es una casa sin religión! ¡Qué espantosa aparece la muerte! […] Espero que el buen Dios tendrá piedad de esta pobre mujer; ha estado tan mal educada que es completamente excusable» (Cartas Familiares 145); «Reza mucho a san José por el padre de la criada que está gravemente enfermo, me dolería mucho que ese pobrecillo muriese sin confesión» (Cartas Familiares 195); «He tenido tantas cargas que he enfermado yo también […] pero tenía que permanecer en pie una parte de las noches para cuidar de la criada» (Cartas Familiares 123); «He insistido tanto que mi marido ha decidido vender una parte de sus títulos del Crédito Fiduciario, perdiendo así mil trescientos francos de los once mil conseguidos. Si mi hermano tiene necesidad de dinero que me pida enseguida y me diga si necesita que vendamos el resto» (Cartas Familiares 68); «Le he pedido que viniera aquí todas las veces que tuviera necesidad de cualquier cosa, pero no ha venido nunca. Finalmente, al principio del invierno, tu padre se lo encontró un domingo que hacía mucho frío: tenía los pies descalzos y le castañeteaban los dientes. Conmovido por la piedad hacia aquel desgraciado, empezó a hacer todo tipo de gestiones para que entrase en una residencia. […] Tu padre no se ha dado por vencido: se ha tomado a pecho esta situación y ha usado de todas sus influencias para hacerlo entrar en los Inválidos» (Cartas Familiares 175).
La fuente de la santidad de sus vidas
En la homilía de la vigilia de oración por el Sínodo de la Familia celebrada en la Plaza de San Pedro el pasado 3 de octubre, el papa Francisco dijo: «Para comprender hoy la familia, entremos en el misterio de la Familia de Nazaret, en su vida escondida, ordinaria y común, como la de la mayor parte de nuestras familias, con sus penas y sus sencillas alegrías; una vida entretejida de serena paciencia en las contrariedades, de respecto por la condición de cada miembro, de esa humildad que libera y que florece en el servicio; vida de fraternidad que brota de sentirse parte de un mismo cuerpo. Es un lugar –la familia– de santidad evangélica, realizada en las condiciones más normales. Ahí se respira la memoria de las generaciones y se ahondan las raíces que permiten ir lejos. Es el lugar del discernimiento, donde se educa para reconocer el plan de Dios sobre la propia vida y a abrazarlo con confianza. Es el lugar de la gratuidad, de la presencia discreta, fraterna y solidaria, que enseña a salir de sí mismo para acoger al otro, para perdonar y ser perdonados».
Esta descripción nos proporciona la medida de la contemporaneidad de la familia Martin. Su canonización muestra a todas las familias, en primer lugar a las cristianas, la belleza extraordinaria de las cosas ordinarias, cuando la propia historia se recibe de las manos de Dios y se la ofrecemos a Él, con la serena certeza de que «la cosa más sabia y más sencilla en todo esto es abandonarse a la voluntad de Dios y prepararse de antemano a llevar la propia cruz con la mayor valentía posible» (Cartas familiares 51), disponiéndose a «aceptar generosamente la voluntad de Dios, sea cual sea, pues será siempre lo mejor para nosotros» (Cartas familiares 204).
La paz interior, la confiada tenacidad a la hora de asumir positivamente los desafíos que la vida nos pone delante, la capacidad de vivir las relaciones con generosidad poniendo en el centro al otro en su unicidad, que caracterizaron la experiencia matrimonial de Luis y Celia y su relación con los hijos, no son fruto de gracias especiales o de experiencias místicas. Brotan, más bien, de tomar en serio la voluntad de Dios poniéndose serenamente en discusión y de vivir en profundidad la vida de la Iglesia, recibiendo diariamente la gracia del sacramento eucarístico y reforzando su unión con Jesús en la adoración de su amor fiel y ofrecido constantemente en la Hostia Consagrada, orando personalmente y como familia reunida en torno a la Virgen María, participando en la actividad caritativa de la parroquia con gozosa disponibilidad aún en medio de muchos compromisos. Y en todo esto tener siempre tiempo para escuchar a las hijas, dispuestos a corregirlas con firmeza y suavidad, narrarles la vida de Jesús, cuidar de su interioridad haciendo espacio a Dios con una disposición de confiado abandono a su presencia misteriosa y concreta. Sentirse mirados con admirado estupor y respetados en su propia individualidad irrepetible, reconocidos como un bien incondicional, incluso cuando la propia condición fuera fuente de sufrimiento, es un patrimonio de bienestar y positividad impagable e indestructible para la persona que lo recibe. Es la experiencia humana que más se acerca a la mirada de Dios y que por eso abre la puerta del corazón y le permite recorrer los caminos de la santidad, como la historia de esta familia muestra claramente.
La búsqueda asidua de la intimidad con el Señor y con María, vivida ejemplarmente por Luis y Celia, es el mensaje más precioso dejado en herencia a las propias hijas y a nosotros, hijos de Santa Teresa. En su canonización podemos hacer nuestra la invitación dirigida al Carmelo Teresiano a ser más familia, a descubrir la belleza y la importancia de nuestras responsabilidades cotidianas, aprendiendo humildemente de las familias que viven con compromiso la propia vocación y misión.
Nos ánima extraordinariamente constatar que verdaderamente «de un “sí” pronunciado con fe nacen consecuencias que van mucho más allá de nosotros mismos y se extienden por el mundo». Mirando a los esposos Martin y a los frutos visibles de santidad de su ser un solo corazón y una sola alma, nos damos más cuenta que, aprendiendo a comunicar, llegamos a ser «comunidad que sabe acompañar, festejar y dar fruto», y comprendemos que «la familia más bella, protagonista y no problema, es la que sabe comunicar, partiendo del testimonio, la belleza y la riqueza de la relación entre hombre y mujer, y de ahí la que se da entre padres e hijos» (Mensaje del Santo Padre Francisco para la 49ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 17 de mayo de 2015).
Mi deseo es que, a partir de la gracia que recibimos a través de esta canonización, nos comprometamos a conocer de cerca, también a través de la lectura de su correspondencia, el testimonio de esta pareja y nos insertemos creativamente en el camino que la Iglesia esta trazando, invitándonos a redescubrir la familia como sujeto imprescindible para la evangelización y escuela de humanidad.
P. Saverio Cannistrà
Prepósito General