Pero, ¿por qué estas tres semanas que nos presentan al glorioso Cristo de la parusía preceden a la que nos prepara directamente para la Natividad? En otras palabras, ¿por qué el final antes del comienzo, el regreso de Cristo antes de su venida en la historia?
¿Quizás para mostrarnos que el que estamos esperando es el Alfa y la Omega, el principio y el fin?
El Hijo del Hombre que viene con poder y gran gloria es el mismo que el Niño del pesebre. Y sin duda nos sorprenderá tanto en su majestad como en su debilidad. Esperábamos un Mesías brillante, un Rey victorioso, y no reconocemos al Hijo de Dios en un recién nacido … “Dios en el pesebre allí lloraba y gemía”. (San Juan de la Cruz – Romance IX).
¿Reconoceremos a nuestro Juez y Salvador en el aspecto que tendrá cuando se manifieste?
Además, ¿lo reconocemos, Él que viene, día tras día, en toda circunstancia, en toda persona, en el más mínimo “toque” en nuestro corazón?
El Adviento se caracteriza por la espera. La Iglesia, en este tiempo litúrgico, nos educa a esperar. Pero, no nos equivoquemos: es la espera de ‘el que no esperamos’ en verdad, porque es una espera de lo impredecible, de lo inimaginable, una novedad que supera todo conocimiento.
En este sentido, nunca una fiesta de Navidad es igual a otra, al menos si mantenemos nuestras espíritu despierto y nuestros corazones abiertos. Cada año, una parte de la historia se desmorona y surge un horizonte del nuevo mundo.
Cada vez, es Dios quien nos hace comprender mejor quién es Él. Cada año, viene a desmantelar nuestras certezas, nuestras ideas, nuestros hábitos y a introducirnos en la Realidad de su vivo amor.
Que la Virgen María, la Inmaculada y San Juan de la Cruz nos enseñen la verdadera espera que se llama: ¡esperanza!