La Cruz, fuente de consolación.

En el Carmelo, la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz abre el camino que nos conduce hacia la Pascua del Señor, y la celebramos bajo un signo que reúne a nuestra gran familia religiosa extendida en los cinco continentes: la renovación de nuestros votos de pobreza, obediencia y castidad, nuestra ofrenda al Señor por la Iglesia y por el mundo.

Comenzamos así el tiempo del amor y del compartir de manera más intensa, según la invitación de nuestra Regla de vida: «Guardaréis el ayuno todos los días, excepto los domingos, desde la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz hasta el día de la Resurrección del Señor, a menos que la enfermedad o la debilidad del cuerpo, o alguna otra causa justa, obligue a romper el ayuno, porque la necesidad no tiene ley» (n. 14). Lo hacemos cuarenta días después de haber celebrado la fiesta de la Transfiguración. Así, la liturgia nos marca el ritmo de nuestro caminar: caminamos en la luz que contemplaron Moisés y Elías en la montaña, caminamos en la esperanza que surge del triunfo del Señor, porque la Cruz sigue siendo fuente de consolación, de perdón y de victoria.

 

Meditación para la fiesta de la Santa Cruz a la luz de la Regla del Carmelo

La Cruz se erige en el centro de nuestra fe como signo de vida y victoria. Al contemplarla, descubrimos el amor de Cristo entregado hasta el extremo, y escuchamos su llamada a entrar en el misterio de su obediencia y su entrega.

La Regla del Carmelo nos invita a «vivir en obediencia a Jesucristo» (cap. 2). La Cruz es el lugar supremo donde se cumple esta obediencia: «Se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 2,8). Vivir la fiesta de la Santa Cruz es renovar nuestra elección de dejar que Cristo oriente nuestra vida, incluso en las pequeñas renuncias y las grandes pruebas.

En la Regla, también recibimos la llamada a «meditar día y noche la ley del Señor y velar en la oración» (cap. 10). La Cruz es el libro abierto donde la Palabra de Dios está escrita con letras de sangre y misericordia. Cada vez que levantamos los ojos hacia el Crucificado, leemos de nuevo esta ley del amor: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13).

El Carmelo nos enseña también a «permanecer en nuestra celda, meditando día y noche la palabra del Señor» (cap. 8). La celda se convierte en el lugar de nuestro encuentro con la Cruz: soledad, despojo, a veces oscuridad. Pero en esta pobreza descubrimos que el Crucificado no está lejos: es nuestro compañero en el silencio y nuestra fuerza en la debilidad.

Por último, en este día, volvamos nuestra mirada hacia la Santa Cruz como el árbol de la vida, la puerta de la Resurrección, el signo del amor más grande. Que ilumine nuestros caminos, que sostenga nuestra fidelidad, que encienda nuestra oración y nos haga capaces de seguir a Jesús, cada día, «en la fidelidad al trabajo y en la perseverancia en la oración» (cf. Regla del Carmelo, cap. 7).

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