Transfiguración

El 6 de agosto celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor: día en el que su Cuerpo semejante al nuestro fue revestido de una gran luz. Según el relato de San Marcos, que leemos este año, Jesús condujo a tres de sus discípulos, Pedro, Santiago y Juan, sólo ellos tres, a un lugar apartado en una alta montaña. La tradición sitúa esta montaña en el Monte Tabor que nuestras hermanas del Carmelo de Nazaret pueden contemplar desde su monasterio. Y no tengamos temor de afirmar que en el Carmelo participamos, en una cierta manera, de esta gracia concedida a los discípulos…

El relato evangélico, como la liturgia, exalta la blancura de la cual resplandece el Señor, su cuerpo, sus vestidos. ¿Es la blancura de su divinidad? ¿o la de su humanidad? No hay razón para oponerlas porque ciertamente es la luz divina que exalta al Hombre-Dios y lo transfigura durante el corto tiempo de un encuentro con Moisés y Elías.

Gracias a la transfiguración nuestros ojos están preparados para contemplar la grandísima dignidad de nuestra humanidad. Es por eso que los ángeles no están representados en los íconos de la Transfiguración. Jesús quiere revelar a sus discípulos que su humanidad real, sensible, capaz de sufrir es una con su resplandeciente y eterna divinidad. Santa Teresita del Niño Jesús estaba maravillada por este misterio de belleza “que los ángeles ansían contemplar” (Cf. 1P 1,12). En su recreación piadosa “Los Ángeles en el pesebre”, ella pone en labios del Ángel de la Santa Faz los siguientes versos:

Hay de mí! ¿Por qué soy yo un ángel

incapaz de sufrir?…

Jesús en un dulce intercambio yo quisiera por ti morir!!!…”

 

Y ella misma decía, en los momentos más agudos de su última enfermedad: “los ángeles no pueden sufrir, no son tan dichosos como yo…” (Cuaderno Amarillo 16 agosto,4)

Regocijémonos también nosotros y demos gracias a Dios nuestro Padre porque podemos acompañar a Jesús en la Montaña, porque experimentamos nuestra fragilidad y porque descubrimos, poco a poco, la dulcísima claridad con la que resplandecerá el cuerpo de la Iglesia y cada uno de nuestros cuerpos de carne, cuando viviremos nuestra propia Pascua con Cristo.

 

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