San José, patrono de la Iglesia de nuestro tiempo

¿Cuáles son los motivos para tal confianza? León XIII los expone así: «Las razones por las que el bienaventurado José debe ser considerado especial Patrono de la Iglesia, y por las que a su vez, la Iglesia espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen principalmente del hecho de que él es el esposo de María y padre putativo de Jesús (…). José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia (…). Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja ahora y defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo».
Además de la certeza en su segura protección, la Iglesia confía también en el ejemplo insigne de José; un ejemplo que supera los estados de vida particulares y se propone a toda la Comunidad cristiana, cualesquiera que sean las condiciones y las funciones de cada fiel.
Como se dice en la Constitución Dogmática del Concilio Vaticano II sobre la divina Revelación, la actitud fundamental de toda la Iglesia debe ser de «religiosa escucha de la Palabra de Dios», esto es, de disponibilidad absoluta para servir fielmente a la voluntad salvífica de Dios revelada en Jesús. Ya al inicio de la redención humana encontramos el modelo de obediencia —después del de María— precisamente en José, el cual se distingue por la fiel ejecución de los mandatos de Dios.
Pablo VI invitaba a invocar este patrocinio «como la Iglesia, en estos últimos tiempos suele hacer; ante todo, para sí, en una espontánea reflexión teológica sobre la relación de la acción divina con la acción humana, en la gran economía de la redención, en la que la primera, la divina, es completamente suficiente, pero la segunda, la humana, la nuestra, aunque no puede nada (cf. Jn 15, 5), nunca está dispensada de una humilde, pero condicional y ennoblecedora colaboración. Además, la Iglesia lo invoca como protector con un profundo y actualísimo deseo de hacer florecer su terrena existencia con genuinas virtudes evangélicas, como resplandecen en san José».
La Iglesia transforma estas exigencias en oración. Y recordando que Dios ha confiado los primeros misterios de la salvación de los hombres a la fiel custodia de San José, le pide que le conceda colaborar fielmente en la obra de la salvación, que le dé un corazón puro, como san José, que se entregó por entero a servir al Verbo Encarnado, y que «por el ejemplo y la intercesión de san José, servidor fiel y obediente, vivamos siempre consagrados en justicia y santidad».
El Concilio Vaticano II ha sensibilizado de nuevo a todos hacia «las grandes cosas de Dios», hacia la «economía de la salvación» de la que José fue ministro particular. Encomendándonos, por tanto, a la protección de aquel a quien Dios mismo «confió la custodia de sus tesoros más preciosos y más grandes» aprendamos al mismo tiempo de él a servir a la «economía de la salvación». Que san José sea para todos un maestro singular en el servir a la misión salvífica de Cristo, tarea que en la Iglesia compete a todos y a cada uno: a los esposos y a los padres, a quienes viven del trabajo de sus manos o de cualquier otro trabajo, a las personas llamadas a la vida contemplativa, así como a las llamadas al apostolado.
El varón justo, que llevaba consigo todo el patrimonio de la Antigua Alianza, ha sido también introducido en el «comienzo» de la nueva y eterna Alianza en Jesucristo. Que él nos indique el camino de esta Alianza salvífica, ya a las puertas del próximo Milenio, durante el cual debe perdurar y desarrollarse ulteriormente la «plenitud de los tiempos», que es propia del misterio inefable de la encarnación del Verbo.
Que san José obtenga para la Iglesia y para el mundo, así como para cada uno de nosotros, la bendición del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
REDEMPTORIS CUSTOS
JUAN PABLO II

 

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