La Cuaresma

 1. No instalarse o apoltronarse en un lugar o modo de vivir determinado. No quedarse estático o paralizado. La experiencia nos enseña también que todo cuanto se mueve debe tener un rumbo y en el camino es necesario corregir para no extraviar o equivocar dicho rumbo. Dos cosas concluimos: a) cuaresma, que pide alma de caminante, es invitación para no escudarnos en el acostumbrado “yo soy así”: es preciso “renacer de nuevo” como le dijo Jesús a Nicodemo; y b) se trata de ir caminando y convirtiéndonos; es decir, enderezar los pasos rumbo a Dios.       

 2. Hacer realidad el sabio dicho popular: “todo lo que no ayuda estorba”. Al hacer un equipaje para salir a caminar hay que estar convencido de ello. Significa que hay que saber seleccionar, quitar y limpiar. Practicar la mortificación y la penitencia (invitación cuaresmal), palabras tan propias del tiempo de cuaresma, es el arte de dar muerte a todo lo que impide caminar hacia la vida, hacia la resurrección con Jesús.    

 3. Capacitarnos para mejor interpretar el mapa de carretera o itinerario que nos lleva hasta la meta o destino que deseamos alcanzar. En el desierto de la vida podemos encontrar muchos oasis falsos o múltiples espejismos. San Juan de la Cruz, en la canción 18 del Cántico Espiritual, escribe:

 

“¡Oh ninfas de Judea!,

en tanto que en las flores y rosales

el ámbar perfumea,

morá en los arrabales,

y no queráis tocar nuestros umbrales”

 Para todo esto es imprescindible la oración. Sin oración (otra invitación honda y constante de la cuaresma) no es posible conocer la voluntad = el camino del Señor, y mucho menos tener las fuerzas necesarias para seguir dicha voluntad o dicho camino. Si no discernimos con la oración es posible que nos perdamos y nos enredemos con muchos espejismos en el camino hacia la Pascua.

 4. Sentirse parte viva de “un pueblo que camina”, de una comunidad en marcha, y que todos sus miembros juntos, pueden encontrar una ciudad que no se acaba, ciudad de eternidad. Experimentar que ni siquiera en el desierto vamos solos: unos van a nuestro lado, otros nos llevan la delantera, otros van atrás. Con algunos pocos se camina codo a codo. Caminar unidos es mirar cada uno de esos rostros hermanos, solidarizarse, compartir las provisiones (el ejercicio de la limosna es otra invitación cuaresmal).    

Sin duda que la experiencia de desierto, de amargura, de dolor o sufrimiento acecha con alguna frecuencia nuestra vida. Cuaresma nos invita a seguir caminando a pesar de todo, y así, poco a poco, vamos descubriendo que Dios está presente en nuestro atribulado corazón. Así llega “la calma que es la más intensa actividad, el silencio que está lleno con la palabra de Dios, la confianza, que ya no teme, la seguridad que ya no necesita garantía alguna y la fuerza que es poderosa en la impotencia: la vida, en conclusión, que nace con la muerte (…) [Jesús en la cruz en] cada momento parecía que se ahogaba. Pero sucedió el gran milagro, la voz se mantuvo. El Hijo interpeló con esa voz imperceptible, como la de un muerto, al Dios temible: Padre –dijo en su abandono-: hágase tu voluntad. Y entregó con indecible ánimo su alma en las manos del Padre.

 

Desde entonces nuestra pobre alma está también en las manos de este Dios, de este Padre cuyo decreto de muerte se convirtió entonces en amor. Desde entonces, nuestra desesperación está salvada, el vacío de nuestro corazón ha llegado a ser plenitud, y la lejanía de Dios, patria”[3].



[1] El cristianismo, en sus orígenes, se le conocía con el nombre de “el Camino” (Hechos 18,25-26). No era propiamente entrar a una nueva religión, sino que era fundamentalmente encontrar el camino adecuado y acertado de la vida, el cual se traducía en seguir las huellas de Jesús. Podemos hacer la ecuación: ser cristiano = seguir a Jesucristo. Esto es lo fundamental o insustituible. Y esto significa, que ser cristiano es seguir a Jesucristo, moverse, dar pasos, caminar o construir la propia existencia siguiendo las huellas del Maestro, en quien debemos poner siempre los ojos.

Mc 10,46-52 (El ciego de Jericó). Es un texto fundamental que nos invita a salir de nuestras cegueras. Al inicio del relato evangélico, el ciego “estaba sentado junto al camino”. Es una persona ciega, desorientada, fuera del camino y sin capacidad para seguir a Jesús. Pero cuando Jesús lo cura de su ceguera, el ciego recobra la luz de sus ojos, pero sobre todo, se convierte en un verdadero seguidor de su Maestro, y desde aquel momento “le seguía por el camino”.

[2] Ninfas como signo de un amor hermoso, pero equivocado, quebradizo y abierto a engaños, que pueden llevar al ser humano al espejismo, a la tentación y apartarlo de la ascesis fuerte del amor que exige dejarlo todo. Es ilusión de momento, gozo inmediato que fascina, pero que luego lo deja vacío. El creyente en proceso de búsqueda, en camino, y que quiera realizarse plenamente en el amor, no puede quedarse en el juego de pequeños amores, no puede andar buscando formas y bellezas pasajeras, no puede entretenerse en fantasías e ilusiones que terminan destruyendo o secando su enorme caudal afectivo. San Juan de la Cruz sabe que los humanos cultivamos ninfas, que nos dejamos envolver por ilusiones y nos engañamos con valores pasajeros de este mundo. No condena a las ninfas, pero pide que se queden fuera: “morá en los arrabales”; fuera del espacio de perfume que enamora.

Las ninfas son un riesgo para los amantes, y por lo mismo, deben ser expulsadas, y efectivamente, no existe amor sin expulsión. Sin un compromiso serio, íntimo y personal de purificación (sin expulsar las ninfas) no es posible continuar y culminar con éxito el camino iniciado. Experiencia transformadora de Dios que se vivencia en un doble sentido: aniquilador en un sentido y recreador en otro; es decir, irrupción de Dios en la vida del hombre que hace superar una vida anterior (muerte), e iniciar otra vida nueva (nueva vida/resurrección).

(P. Milton Multon ocd)

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