La Anunciación del Señor

“Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido de mujer.” (Gal. 4,4) Tenemos la dicha de vivir en esta plenitud de los tiempos. Esto significa que la acción salvífica de Dios está en plena actividad, con toda su eficacia. Por el don de la fe y del amor, somos beneficiarios de la presencia de Verbo encarnado en la historia humana, y aún en mi historia personal, porque Él se encarnó una vez para siempre. Toda la historia de salvación está transformada por esta presencia del Hijo de Dios hecho hombre. Dios mismo entra en la fragilidad de la condición humana, pasando de ser Señor, a ser “el que sirve”, para dignificar los que sirven. Todo acontece por iniciativa de Dios a través de María de quien nació el Mesías.

En esta solemnidad, dirigimos nuestros ojos para contemplar maternidad de María. El lugar único que ella, la llena de gracia, ocupa, procede de la doble fuente de la salvación: la iniciativa de Dios y la libre respuesta y colaboración humana. Es Dios quien toma la iniciativa y sin esta, nada habría sucedido. Al mismo tiempo, nada habría sucedido si María no hubiese escuchado la palabra, que se le dirigió y no hubiese  respondido a ella.

El relato evangélico de Lucas nos pone ante una de las verdades más importantes de la fe: la primacía de la gracia. Jesús decía: “Sin mi, no pueden hacer nada.” En María, como en nosotros, la vocación es un acontecimiento sobrenatural, es fruto  de la gracia. Dios envió su Ángel a María para comunicar su plan y la invitó a aceptarlo. El llamado y la misión de ser la Madre del Mesías, para colaborar en el maravilloso designio de Dios para la salvación humana, tiene su origen en Dios mismo. También cada cristiano tiene su misión en el Cuerpo Místico de Jesús. La primacía de la gracia nos invita a abrirnos a la acción de Dios y libremente asumir ser sus instrumentos para la salvación de otros.  

María escuchó el llamado y respondió con prontitud. María vivía en una actitud de receptividad y dependencia delante de Dios. Como dice Isaías: “El Señor cada mañana me despierta el oído, para escuchar igual que los discípulos. El Señor me ha abierto el oído  y yo no me resistí.” (Is. 50,4)  Para escuchar, hay que estar abierto a Dios.  María no ponía resistencia a los planes de Dios, aunque no podía entender a donde iba a llevarla. Ella sabía ponerse en silencio ante Dios, sabiendo que El es la fuente de su vida y la del mundo entero.

En cada Eucaristía El Verbo se hace presente para derramar sobre nosotros su gracia. Estamos llamados a vivir unidos a Él para que demos mucho fruto en la vida de la Iglesia hoy. Nunca podemos agradecerle suficiente para esta vocación de colaborar con Jesús para la salvación de muchos.

P. Jorge Peterson ocso
Abadía Santa María de Miraflores – Chile

 

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