El enraizamiento de San Juan de la Cruz en la tradición profética eliánica descansaba, en el XVI siglo, basado en la recopilación de Philippe Ribot realizada a finales del siglo XIV siglo: este es el Decem libri de Institutione et peculiaribus gestis religiosorum carmelitarum[1]. Los carmelitas, consideraron hasta principios del siglo XX el Libro I de esta obra, la Institución de primeros monjes (IPM 1), como la Regla Primitiva, anterior a la Regla de San Alberto. Un códice de la biblioteca de la Encarnación en Ávila contenía el Decem libri traducido al castellano, su lectura por Teresa de Jesús estuvo probablemente el origen de su idea de reforma. El padre Jerónimo de San José afirma que Juan de la Cruz leyó el libro de Ribot, el Decem libri, antes abrazar la Reforma.
Antes de citar los textos de San Juan de la Cruz que se refieren explícitamente al profeta Elías, cabe señalar que en las primeras Constituciones de la Reforma, las del primer Capítulo de Alcalá en 1581, mientras santa Teresa todavía estaba viva y en presencia de San Juan de la Cruz en el Capítulo, exactamente tres siglos después de la Constituciones de 1281 que contenían la Rubrica Prima “quo et quomodo”, ésta es reproducida después del Prólogo, en el Primer Capítulo.[2] Dice así: “Para dar testimonio de la verdad, decimos que a partir de los profetas Elías y Eliseo, habitantes piadosos del monte Carmelo, de los Santos Padres del Antiguo y Nuevo Testamento, apasionados amigos de este Monte solitario para la contemplación, sin duda vivieron allí de una manera digna de alabanza, junto la fuente de Elías, observando la santa penitencia continua y sin tregua con santos progresos”. La dependencia del Carmelo de su Padre y Fundador entró desde el principio en la redacción del Código Legislativo del Carmelo Teresiano.
Las citas bíblicas explícitas sobre el profeta Elías en San Juan de la Cruz y la unión divina
Muy familiarizado con la Institución de los primeros monjes[3], San Juan fue, se podría decir, “establecido en Carmelo”- alusión a su obra La subida del Monte Carmelo – como el discípulo de los profetas tenía que “estarse en el Querit”. No encontramos en las obras de Juan una referencia directa a este pasaje del libro de los Reyes (1R 17,1-6)[4], como es también el caso en la obra de Teresa de Ávila. Lo que demuestra que no es a través de citaciones que se refiere a una tradición, sino que es la tradición profundamente integrada que emerge en la vida del discípulo.
El preámbulo que resume el proyecto de La Subida del Monte Carmelo – en realidad está ahí toda su obra – es formulado por el mismo San Juan en estos términos: «Trata de cómo podrá un alma disponerse para llegar en breve a la divina unión. Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados, muy provechosa para que se sepan desembarazarse de todo lo temporal y no embarazarse con lo espiritual, y quedar en la suma desnudez y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión. »[5] En la Subida del Monte Carmelo y la Noche Oscura se resumen la primera vía propuesta por la Institución de los Primeros monjes. San Juan lo llama lo activo, y lo ilustra con el verso de Deuteronomio “Tú amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Dt 6, 5), cita que también aparece en la Institución. Lo segundo, lo pasivo, lo resume así en La llama de amor viva: “Cuando el alma ha hecho todo lo que dependía de ella, es imposible que Dios por otro lado, no haga lo que sea necesario para comunicarse a ella “(LL A 3, 40 / LL B 3, 46).
Por tanto, el “doctor místico” se va referir al Profeta para ilustrar la unión deseada entre alma y su Dios: para Juan, Elías es sobre todo el “que ve a Dios en el silbido del viento”. Cinco de los seis textos mencionan la visión del Profeta en el monte Horeb (1Re 19:13). En la Subida del Monte Carmelo, San Juan escribirá primero: ” Y de Elías, nuestro Padre se dice (3Re 19,13) que en el monte se cubrió el rostro en la presencia de Dios, que significa cegar el entendimiento; lo cual él hizo allí, no se atreviendo a meter tan baja mano en cosa tan alta, viendo claro que cualquiera cosa que considerara y particularmente entendiera, era muy distante y disímil a Dios” (2 S 8, 4).
Pero más adelante se corregirá, reproduciendo la opinión de santo Tomás que dice que san Pablo y Moisés gozaron de la visión de la esencia divina[6]; lo que san Basilio concede también a Elías: “Más estas visiones tan sustanciales, como la de san Pablo y Moisés y nuestro Padre Elías cuando cubrió su rostro al silbo suave e Dios (3 Re 19,11-13), aunque son por vía de paso, rarísimas veces acaecen y casi nunca y a muy pocos, porque lo hace Dios en aquellos que son muy fuertes del espíritu de la Iglesia y ley de Dios, como fueron los tres arriba nombrados”. (2 S 24,3)
En el Cántico Espiritual, Juan reprende el tema de la visión sustancial: “Que para significar este silbo la dicha inteligencia sustancial, piensan algunos teólogos que vio nuestro Padre Elías a Dios en aquel silbo del aire delgado que sintió en el monte a la boca de la cueva (3 Re 19,12). Allí le llama la Escritura silbo de aire delgado, porque de la sutil y delicada comunicación del espíritu le nacía la inteligencia en el entendimiento; y aquí le llama el alma silbo de aires amorosos, porque de la amorosa comunicación de las virtudes de su Amado le redunda en el entendimiento, y por eso le llama silbo de aires amorosos”. (C B 14-15,14)
Así como Teresa a propósito de la oración de unión, evoca la primera Institución (5M 1,2), Juan en la descripción del matrimonio espiritual, evoca a Elías en el Cántico A:
« Mi Amado, las montañas,
Los valles solitarios nemorosos,
Las ínsulas extrañas,
Los ríos sonorosos,
El silbo de los aires amorosos,
La noche sosegada
En par de los levantes del aurora,
La música callada,
La soledad sonora,
La cena que recrea y enamora.”
Llegada al estado de matrimonio espiritual, el alma podrá decir: “Oh, pues, mucho, y en grande manera mucho delicado toque del Verbo, para mí tanto más cuanto, habiendo trastornado los montes y quebrantado las piedras en el monte Horeb con la sombra de tu poder y fuerza que iba delante, te diste más suave y fuertemente a sentir al profeta en silbo de aire delgado! …Oh, Dios mío, y vida mía! Verán y sentirán tu toque delgado, que, enajenándose del mundo, se pusieran en delgado… y así te puedan sentir y gozar” (LL A 2,17)
En la estrofa 4 de la Viva Llama, el esposo del alma en estado de unión transformante es el mismo Espíritu Santo, es El quien realiza los actos en el alma y, sin embargo, el alma merita más por uno solo de esos actos que con todo lo que ha hecho durante su vida. Fortificada en su voluntad, el alma se ha vuelto capaz de amar y gustar al Señor sin que su naturaleza desfallezca:
Y en tu aspirar sabroso,
De bien y gloria lleno,
¡Cuán delicadamente me enamoras!”
Esta es una espiración del Espíritu Santo en Dios mismo, la fuerza del amor corresponde entonces a la sublimidad del conocimiento: “El Espíritu Santo atrae el alma hacia sí en proporción al conocimiento que se le acaba de comunicar. El alma yace muy profundamente inmersa en el Espíritu Santo que la enciende con un amor suave y sublime… ”(LL B 4,16). Aquí termina la enseñanza que se convierte en inexpresable: “Así que no diré más. ”
CONCLUSIÓN
Recientemente, hemos podido leer con otra mirada el texto del Padre Nicolás el Francés, La flecha de fuego[7] (1270), para reconocer, en este primer texto emanado de un Padre del Carmelo, un testimonio precioso de su espíritu en su primer siglo de existencia. Es evidente entonces, que la espiritualidad de San Juan de la Cruz se ha mantenido sorprendentemente cercana a la tradición original. El padre François de Sainte Marie fue quizás el primero en destacar esta proximidad a través de los siglos: “En sus páginas, los contactos con San Juan de la Cruz son muchos. Casi todos los temas sanjuanistas se pueden encontrar allí: trascendencia absoluta de Dios con la cual la creatura no tiene ninguna proporción, las virtudes teologales como los únicos medios para unir verdaderamente el alma a la divinidad, pureza de corazón y conciencia recta, atención a Dios solo, contemplación, mortificación de los sentidos y del lenguaje, lucha contra los tres enemigos del alma.
El “Doctor Místico” está vinculado a una tradición secular. Él supo dar un virage muy personal a su enseñanza; es sin embargo, en el antiguo campo de los Padres, en la tierra del Carmelo, donde buscó y encontró la perla preciosa de la contemplación, de la que habla Santa Teresa, el espíritu eliánico de soledad, de silencio, la vida oculta de la que Nicolás el Francés estaba enamorado.”[8] Edith Stein escribe sobre Juan de la Cruz:” Encontramos en él el espíritu ermitaño en su más pura expresión. (…) Fue el instrumento elegido para vivir y enseñar, en el corazón del Carmelo Reformado, el espíritu del santo Padre Elías.”[9]
Los autores modernos luchan por encontrar las fuentes de San Juan de la Cruz porque ignoran la tradición carmelita. Tampoco tienen en cuenta todo lo que pudo recibir él, el gran poeta, de la espiritualidad oriental a través de la Liturgia del Santo Sepulcro; esta estaba constituida en gran parte por el rito galorromano, sin embargo, cuando los canónigos del Santo Sepulcro celebraban en el oficio divino los misterios de Cristo, de su Pasión, de su muerte y su resurrección, lo hacían en los mismos lugares donde estos misterios se habían celebrado por primera vez. Por lo tanto, es natural que este hecho los impulsara a celebrar los misterios de nuestra redención con gran solemnidad, como lo hacía la Iglesia Ortodoxa, ante sus ojos, en el mismo Santo Sepulcro.
En estas evocaciones que hace Juan del profeta Elías en el Horeb, corresponden al momento cumbre de la contemplación: unión perfecta, visión anticipada de Dios, el mayor amor, la ciencia más alta. Los Padres: Atanasio, Jerónimo, Casiano y muchos otros, vieron en Elías el padre de los monjes; mucho más en Juan, él es el guía espiritual que acompaña al monje hasta el Horeb, hasta el paso en Dios. Elías alcanzó la perfección profética, él como precursor, allana y endereza el camino de los discípulos, les revela por tanto el toque sustancial del Horeb, el pasaje del oído al ojo: “Hasta ahora, te conocía sólo a través de lo que escuchan mis oídos. Pero ahora te han visto mis ojos”. (Job 42, 5)
Teresa de Ávila y Juan de la Cruz no son meros herederos de una tradición, ellos marcan un momento de resurgimiento de la fuente, un nuevo estallido de fidelidad creativa, que todavía hoy riega la tierra del Carmelo. Reforma original en este sentido, que permite una manifestación del origen aún no acaecida.
Carmelo del Pater Noster – Jerusalén
[1] François de Sainte Marie, « La flèche de feu », PVT, 1945, p. 155.
[2] Édith Stein, « Le Carmel », trad. in La Splendeur du Carmel n°2, Beyrouth, 1993, p. 6.
[3] La flèche de feu, Abbaye de Bellefontaine, coll. Flèche de feu n° 3, Bégrolles-en-Mauges 2000.
[4] SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida, editorial Monte Carmelo (Burgos 1993) p 150
[5] S. Tomás de Aquino, S.Th I, 11, Cerf 1990.
[6] Texto latino en Daniel de la Virgen, Speculum carmelitanum, 1507
[7] Constitutiones Capituli Complutensis 1581. Cap. 1, [n. 17]. Edit. Fortunatus a Iesu-Beda a SS. Trinitate, Constitutiones Carmelitarum Discalceatorum 1567-1560. Roma 1968, p. 34-35.
[8] Philippe Ribot, L’institution des premiers moines, trad. sr P.-D. NAU, o.p., Introd. y Annexos por Jean-Philippe Houdret, OCD, éd. du Carmel, Toulouse 2013.
[9] 1Re 17,1-6: «Entonces la palabra del Señor vino a Elías y le dio: «Sal de aquí hacia el oriente, y escóndete en el torrente Querit, al este del Jordán. Beberás agua del torrente, y yo les ordenaré a los cuervos que te den de comer allí. Elías se fue al torrente Querit, al este del Jordán, y allí permaneció, conforme a la palabra del YHWH. Los cuervos le llevaban pan por la mañana y carne por la tarde, y bebía agua del torrente. »