Adoramus te, Domine!

Adorar a Dios es el primer mandamiento (Mt 22,36); por tanto adorar el Santísimo Sacramento no es una opción es un deber de amor. Es responder amor por amor… Jesús nos prometió permanecer con nosotros hasta el fin de los tiempos… (Mt 28,20); la Eucaristía, el pan consagrado es la manera de permanecer con nosotros, su nueva presencia, como nos lo muestra magistralmente el relato de los discípulos de Emaus (Lc 24,13-35).

Si Jesús no ha resucitado la adoración no tiene sentido, pero si resucitó, creemos que es el mismo Jesús, su cuerpo, alma y divinidad, presente en las especies consagradas. Esta es la conciencia profunda de la Iglesia que no ha cesado jamás de adorar…

Todo puede ayudarnos a penetrar más y más este misterio de Presencia. Cuando los Papas nos enseñan que la Iglesia vive de la Eucaristía, es porque la Eucaristía es una realidad de presencia que no termina nunca, estamos siempre dentro de esta dinámica eucarística y por lo tanto trinitaria. Podemos decir sin equivocarnos que la Iglesia es el pueblo eucarístico…

Incluso la orientación de los espacios sagrados tienen como centro el Tabernáculo, todo nos hace orientar la mirada hacia la Divina presencia. Todo en la arquitectura de una iglesia debe hacernos descubrir esa mirada de amor que no cesa jamás de buscarnos, de decirnos que está ahí por nosotros, por mí… que El tiene todo el tiempo para nosotros. Este amor y disponibilidad, esta gratuidad nos toca profundamente y sin saber cómo uno se encuentra en una reciprocidad de miradas amorosas… La lamparita que arde junto al tabernáculo en todas las iglesias, basílicas, santuarios del mundo nos recuerda que El está ahí, aquí, ahora y por siempre para ti…

Su presencia es un fuego que consume, la verdadera zarza ardiente que quema sin consumirse. Este es el fuego que Jesús vino a traer a nuestra tierra. Vamos a Él, y dejémonos transformar en fuego que enciende otro fuego…

Monasterio del Monte Carmelo

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