30 º aniversario de la beatificación de la Beata María de Jesús Crucificado

“Escucha, hija”. He aquí, que en la memoria del Pueblo de Dios está profundamente inscrito el camino de sor María hacia el Esposo divino. Hoy la Iglesia la corona con el acto de beatificación. Tal acto quiere dar testimonio de la especial “belleza” espiritual de esta hija de la Tierra Santa; una “belleza” que maduró a la luz del misterio de la Redención: a la luz del nacimiento y de la enseñanza, de la cruz y de la resurrección de Jesucristo.
La liturgia dice a la nueva Beata: “Póstrate ante él: él es tu Señor” (Sal 45,12)
Y al mismo tiempo con las palabras del mismo Salmo la liturgia manifiesta la alegría por la elevación a los altares de la humilde Sierva de Dios.
“La hija del rey, bellísima / vestida de perlas y tejido de oro…” (Sal 45,14): tejido de oro de la fe, de la esperanza y del amor; de las virtudes teologales y morales que ella ejercitó en grado heroico como hija del Carmelo.
 2. En este Año que la Iglesia vive como Jubileo extraordinario de la Redención, muchas veces nos hemos reunido en torno a figuras que han alcanzado la gloria de los altares. Es un signo particular de la inagotable potencia de la Redención, que obra en las almas de Siervos y Siervas de Dios, permitiéndoles proseguir tenazmente en el camino de la vocación a la santidad.
Esta vocación tiene su inicio eterno en el designio salvífico de la Santísima Trinidad, de la que habla la segunda lectura de la Misa: “Porque a los que de siempre les ha conocido les ha también predestinado a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos; a quienes predestinó también los llamó; a quienes llamó también los  justificó; a los que  justificó también los glorificó”. (Rom 8,29-30)
En esta grandiosa visión paulina penetramos, por así decir, en lo íntimo del pensamiento divino, cogiendo de algún modo la “lógica” del plan de salvación, en la concatenación de las misteriosas acciones que conducen a su plena actuación. Así, por tanto, la vocación a la santidad es el eterno designio de Dios respecto al hombre: con respecto al hoy, de nuestra hermana María de Jesús Crucificado.
3. La vocación a la santidad también, es un fruto de la revelación y del conocimiento.  El evangelio de hoy nos habla con palabras penetrantes. Dice Jesús: “Te bendigo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los inteligentes y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así fue tu beneplácito. Todo me ha sido dado por el Padre; nadie conoce al Hijo si no el Padre, y nadie conoce al Padre si no el Hijo y a quien el Hijo quiera revelarle” (Mt 11,25-27).
La verdadera sabiduría e inteligencia supone la “pequeñez”, entendida como docilidad al Espíritu Santo. Solo con ella es posible, en el Hijo, por el Hijo y con el Hijo, conocer los misterios del Padre, que sin embargo permanecen escondidos a los sabios e inteligentes de este mundo, cegados por el orgullo y la soberbia (Cfr 1 Cor 1,18-21).
La vocación a la santidad es ejercitada por los “pequeños” del Evangelio que con todo el corazón aceptan la Revelación divina. Gracias a esto “conocen al Hijo”, y gracias al Hijo “conocen al Padre”.
Tal conocimiento en efecto, es al mismo tiempo, la aceptación de la vocación: “Venid a mí… tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí…” (Mt 11,28-29).
Y he aquí que se va a Cristo como fue a él sor María de Jesús Crucificado, es decir, tomando sobre sí su yugo, aprendiendo de él. Porque es manso y humilde de corazón, y encontrando alivio para la propia alma (Cf Mt 11,28-29).
4. Y todo esto es obra del amor. La santidad se apoya, antes que nada, sobre el amor. Es su fruto maduro. Y en la liturgia de hoy, de modo particular, está resaltado el amor:
–  “el amor, fuerte como la muerte”;
– “el amor que las grandes aguas no pueden apagar”;
– “el amor, a cambio del cual se dan todas las riquezas de la casa” (Cfr Ct 8,6-7).
Así habla el autor del Cantar de los Cantares. Y san Pablo, en la carta a los Romanos, enseña que “todo contribuye al bien de los que aman a Dios” (Rom 8,28). Justamente esta cooperación traza el camino de la santidad, diría, día a día, para toda la vida. En este camino se realiza la santidad como eterna vocación de aquellos “que han sido llamados según el designio de Dios” (Cf Rom 8,28).
5. Las lecturas de la Liturgia de hoy son un espléndido comentario de la vida de sor María, nacida cerca de Nazaret y muerta en el Carmelo de Belén a los 33 años. Su amor por Cristo fue fuerte como la muerte; las pruebas más dolorosas no la apagaron, sino que por el contrario la purificaron y robustecieron. Ella dio todo por este amor.
Toda la vida de la pequeña árabe, colmada de extraordinarios dones místicos, fue, a la luz del Espíritu Santo, la respuesta consciente e irrevocable a una vocación a la santidad, vale  decir al proyecto eterno de salvación, del que habla san Pablo, que la misericordia divina ha establecido para cada uno de nosotros.
Toda su vida es fruto de aquella suprema “sabiduría” evangélica de la cual Dios se complace en enriquecer a los humildes y a los pobres, para confundir a los potentes. Dotada de gran claridad de mente, de una apasionada inteligencia natural y de aquella fantasía poética característica de los pueblos semitas, la pequeña María, no tuvo la oportunidad de acceder a otros estudios, pero eso no le impidió, gracias a su eminente virtud, de estar llena de aquel “conocimiento” que tiene el máximo valor, y para donarse como Cristo muerto en la cruz: el conocimiento del Misterio Trinitario, prospectiva tan importante en la espiritualidad cristiana oriental, en la cual la pequeña árabe fue educada.
6. Como se lee en el Decreto canónico de beatificación, “la humilde sierva de Cristo, María de Jesús Crucificado, perteneciendo por estirpe, rito, vocación y peregrinación a los pueblos de Oriente y siendo de alguna manera representante, es como un don hecho a la Iglesia universal por aquellos que, en míseras condiciones de lucha y de sangre que están derramando, especialmente ahora recurren con gran confianza de animo a su fraterna intercesión, en la esperanza que también gracias a las oraciones de la Sierva de Dios sean finalmente restituidas la paz y la concordia en aquella tierra, donde “el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14), siendo él mismo nuestra paz”.
La Beata María nació en Galilea. Por esto nuestro pensamiento orante quiere ir hoy en modo especial a la Tierra donde Jesús enseñó el amor y murió para que la humanidad tuviese la reconciliación. “Aquella Tierra – como recordé ya en otras ocasiones – ve, por decenios, dos pueblos contrapuestos en un antagonismo hasta ahora irreducible. Cada uno de ellos tienen una historia, una tradición, una vicisitud propia, que parece hace difícil recomponerla” (Juan Pablo II, Allocutio occasione oblata orationis dominicae Angelus Domini habita, 5, domingo 4 abril 1982).
Hoy más que nunca las amenazas inminentes nos piden hacer del amor y la fraternidad la ley fundamental de las relaciones sociales e internacionales, en un espíritu de reconciliación y de perdón, tomando inspiración en el estilo de vida, de la cual la Beata María de Jesús Crucificado es un ejemplo no solo para su pueblo, sino para el mundo entero. Este nuevo estilo de vida pueda darnos una paz fundada no sobre el terror, sino sobre  reciproca confianza.
7. Nos alegramos hoy ante el altar de la Confesión de san Pedro por la beatificación de sor María. Inscribimos esta alegría en la Iglesia en el Año Jubilar de la Redención. Alabemos juntos  con Cristo al Padre porque a los ojos del alma de sor María de Jesús Crucificado ha revelado el misterio de la verdad y del amor y la ha hecho participe de la gloria de su Reino.
Oramos con el Salmista a la nueva Beata para que el Señor conceda paz a su tierra: “Pedid la paz para Jerusalén: sea paz a aquellos que te aman, sea paz sobre tus murallas, seguridad en tus baluartes. Para mis hermanos y para mis amigos diré: ¡Sea la paz sobre ti!” En la casa del Señor nuestro Dios, pediré para ti el bien” (Sal 122,6-9).

(Homilía del Papa Juan Palo II en la Beatificación de Mariam de Jesús Crucificado  en Roma – 13 de noviembre de 1983)

 

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