INFORME «DE STATU ORDINIS»
Definitorio General Extraordinario
Ariccia, 5-12 septiembre 2011
A casi dos años y medio de distancia del Capítulo General de Fátima, una vez finalizada la primera fase de «exploración» de la Orden por medio de las visitas fraternas de los Definidores y los encuentros regionales a los que también yo he participado, y después de la celebración de los Capítulos Provinciales de este año, es oportuna una pausa para reflexionar sobre la situación de nuestra Orden.
Oportuno no quiere decir fácil. Hay que reconocer que es una tarea ardua la de abrazar en un balance la realidad multiforme de nuestra Orden, y sobretodo valorar las oportunidades y los problemas a los que se enfrenta, para poder orientar hacia objetivos y metas concretas el trabajo de los próximos años del sexenio. La dificultad también es psicológica. De hecho, con el paso de los años se ha ido acumulando una gran cantidad de documentos, donde se han presentado análisis y valoraciones sobre el «estado de la Orden» con sus correspondientes propuestas y líneas de acción. Esto puede ocasionar un cierto cansancio y/o indiferencia de cara al enésimo intento de interpretación del presente y a sus perspectivas de futuro.
Es necesario sobretodo superar la tentación de considerar inútil cualquier discurso pues, queramos o no, de discursos se trata. Lo que está en juego no es solamente la «sublimidad» verbal por parte del Prepósito General, los Definidores u otros colaboradores que intervendrán. Se trata más bien de un compartir fundamental sobre el futuro de nuestra familia, donde quien habla y quien escucha están implicados y comprometidos al mismo nivel. La autoridad de la palabra, la seriedad en la escucha y el compromiso de respuesta van siempre unidos. Me parece importante lo que escribía Michel de Certeau con respecto a la autoridad: «Un texto se impone por su autoridad en cuanto nos habla y nos hace hablar, es decir responder. Nos permite decir y hacer aquello sin lo cual no seríamos verdaderos» . Por eso el programa para el futuro no puede consistir en esto que estoy por presentaros ni tampoco en el conjunto de intervenciones de los Definidores. Este brotará de una dinámica de propuesta-respuesta, que es el fin por el que nos hemos reunido.
“Ir a las cosas mismas”
El último Capítulo General, como sabemos, no ha producido un documento programático para el sexenio, sino que ha preferido concentrarse en la propuesta de relectura de Santa Teresa, como preparación al 5º Centenario de su nacimiento. Me gusta leer esta opción como una declaración de la necesidad de ponerse humildemente a la escucha de quien reconocemos como madre y maestra para obtener de ella, de su experiencia y doctrina, los criterios para el camino de la Orden en este momento de su historia.
De hecho, ya hace más de cuarenta años que hablamos de renovación de la Orden, de la necesidad de emprender un camino que devuelva la plena motivación a nuestras vidas y nos lleve a la fuente evangélica y carismática de nuestra vocación. Sin embargo, hay que reconocer que todavía no estamos completamente renovados, aunque hayamos cambiado bajo muchos aspectos: en el Norte del planeta (Europa, América septentrional) hemos envejecido y nuestras presencias se están reduciendo, mientras en el Sur hemos crecido y la Orden se ha difundido ampliamente. El compromiso de renovación postconciliar ha producido ciertamente algunos frutos, cuya importancia no puede ser infravalorada. Hoy, después de un trabajo de alrededor de veinte años, disponemos de un nuevo texto de Constituciones; muchos documentos serios y válidos se han elaborado en estos decenios; ha habido muchos intentos para poder retomar el sentido más auténtico y específico de nuestra vocación teresiana.
Toda esta riqueza doctrinal, sin embargo, pone de manifiesto un problema fundamental, a saber, la pobreza de experiencia y de experiencias, que asuman seriamente y se esfuercen en poner en práctica lo que hemos entendido, aprobado, determinado. Las formulaciones teóricas y programáticas de algún modo han entrado en el metabolismo y se han asimilado sin que produzcan demasiados cambios en la vida concreta. O mejor dicho, los cambios a los que hemos asistido han venido desde fuera, no desde dentro, son más un fruto de los cambios impuestos por el contexto histórico-social en el que vivimos, que de un proceso interno, de una serie de opciones estratégicas orientadas a dar calidad y espesor a nuestra calidad de religiosos, a nuestra vida espiritual y comunitaria. Esto justifica, a mi parecer, la humildad de la decisión del último Capítulo: volvamos a la escuela de Santa Teresa y dejémonos guiar por ella en el camino que sentimos que hay que emprender y que, a pesar de tantos intentos, nos cuesta todavía recorrer, pues aunque lo vislumbramos, nos falta el valor de emprenderlo verdaderamente.
Releyendo Teresa, nos damos cuenta inmediatamente de una diferencia macroscópica entre el modo de hablar y el que encontramos en sus escritos, como también es el caso de Teresa del Niño Jesús y el del mismo San Juan de la Cruz, aunque de forma diversa. De sus páginas brota, explícitamente o implícitamente, la experiencia vivida, las pequeñas o grandes cosas que han experimentado en su camino humano, espiritual o de vida religiosa; precisamente por esto lo que dicen es al mismo tiempo original y tiene autoridad. El Carmelo, se ha repetido mucho en estos años, privilegia la experiencia, la experiencia de Dios en la oración, y la experiencia del hombre en la vida fraterna. Pero en nuestros procesos decisionales, ¿cuánto nos hemos servido de la experiencia? ¿La ponemos al centro? ¿La estudiamos? ¿Nos preguntamos si la experiencia nos está enseñando algo? Cuando nos referimos a la realidad concreta de nuestras comunidades, lo hacemos a menudo o para expresar juicios morales sobre ellas o para proponer proyectos de futuro. Por decirlo en términos especulativos, tendemos a huir el ser en dirección al deber ser (ideal abstracto) o del poder ser (lo que podré hacer en un futuro más o menos remoto). Nos cuesta inclinarnos sobre la pobreza del presente para leer lo que revelan ciertas experiencias, más allá del hecho que nos gusten o no, que correspondan o no a nuestro modelo de vida o de comunidad carmelita-teresiana, que abran o cierren el futuro.
Este trabajo de hermenéutica desde abajo, de narración de nuestras historias de pecado y de salvación, es sin embargo, en mi opinión, la única posibilidad que tenemos de comprender adónde vamos o adónde nos gustaría ir de verdad, sopesando las fuerzas que nos empujan en otras direcciones. En una proyección de futuro que arranque de una lectura de la experiencia, incluyendo los errores y los fracasos, pues también conviene valorar éstos últimos, porque de ahí puede surgir una sabiduría para la vida que no se limite a hablar de la historia y del mundo, sino que los reconozca y nos enseñe a afrontarlos. ¿En qué nos estamos equivocando? ¿Por qué razón? Son preguntas fundamentales de todo grupo humano, y que no podemos ignorar a riesgo de perder de vista la verdad, y me refiero a la verdad real, pues la verdad en la historia no se alcanza sin un proceso continuo de verificación, de reconocimiento de los errores y de intentar corregirlos. El misterio pascual es, en cierto sentido, la revelación de cómo lo bueno y lo verdadero se dan cita en una historia marcada por el sufrimiento, el pecado y la muerte.
Creo que se puede aplicar a nuestra realidad lo que Santa Teresa dice de la persona individual, es decir, es preciso partir de un «conocimiento de sí mismo» sin el cual es ilusión aspirar a cualquier crecimiento espiritual. De hecho, sin esta humilde y atenta toma de conciencia de lo que realmente somos, corremos el riesgo de hacernos una idea errónea de nosotros mismos. Por ejemplo, en una circunscripción o en una comunidad se puede pensar que todos son lo suficientemente fuertes o válidos y por lo tanto no hay necesidad de ninguna ayuda ni de ningún cambio estructural, porque se limita a considerar los números y, con un pequeño esfuerzo de la voluntad, se consideran suficientes (pero ¿suficientes para qué? ¿para vivir o para sobrevivir?). O por el contrario, se podría pensar que no hay ninguna esperanza de cambio porque no se consigue individuar las partículas de novedad escondidas en un cierto desencanto, inquietud o a veces depresión. O en otras regiones, puede instalarse un sentimiento de satisfación porque hay a disposición una multitud de religiosos jóvenes, sin considerar realmente cuánto puede depender este fenómeno de factores externos a menudo variables o cuánto esto sea esencial para dar a los jóvenes una formación sólida, capaz de transmitir nuestra identidad, si queremos que en el futuro continúe a existir un Carmelo implantado de forma estable. De estos errores de perspectiva, a menudo racionalizados y canonizados con argumentos sociológicos o teológicos, hago (y hacemos) continuamente experiencia, tanto entre los frailes, como entre las monjas, y es uno de los datos que han brotado de la experiencia más importante que quisiera poner sobre la mesa para nuestra reflexión, esta dificultad de «ir a las cosas mismas», como decía el maestro de Edith Stein, Edmund Husserl.
A la escuela de Teresa
Es preciso partir de la experiencia vivida, conocerla y trabajar sobre ella. Al hacer eso, no estamos solos. Junto a la vocación, hemos recibido el don de una guía de excepción, que como decía al principio, nos hemos propuesto escucharla de forma sistemática durante este sexenio. Particularmente este año dedicado a la relectura del Camino de Perfección, y hay que reconocer que seguramente ninguna obra de Teresa sea más idónea para alcanzar la meta que nos hemos fijado en este Definitorio Extraordinario, es decir, el de trazar un camino para los próximos años que nos conduzca hacia una experiencia renovada del carisma teresiano. Por eso quisiera con vosotros, de una manera simple y sin pretensión de originalidad, sacar de este texto fundamental de la Santa Madre los criterios y las líneas-guía para trazar, en base a ellas, un camino no ideal ni espiritualista, sino real y posible hacia una experiencia vivida del carisma. Podría también decir: un camino hacia una auténtica felicidad. La pregunta: “¿soy feliz?” es decisiva a la hora de verificar nuestra experiencia. Teresa, en el fondo, nos propone precisamente esto: un camino hacia la felicidad:
Esta casa es un cielo, si le puede haber en la tierra, para quien se contenta sólo de contentar a Dios y no hace caso de contento suyo; tiénese muy buena vida; en queriendo algo más, se perderá todo, porque no lo puede tener. Y alma descontenta es como quien tiene gran hastío, que por bueno que sea el manjar, la da en rostro; y de lo que los sanos toman gran gusto en comer, le hace asco en el estómago (C 13,7).
Si tuviera que designar con una sola palabra el problema más grave de la vida religiosa y en particular de nuestra Orden en este tiempo diría seguramente: infelicidad y descontento. Esta infelicidad y descontento difuso que a menudo vemos en nuestras comunidades, no sólo nos hace sufrir, sino que nos quita la esperanza y las ganas de hacer algo para salir de esta situación. Corremos el riesgo de caer en la acidia, es decir en la falta de cuidado de nosotros mismos, de nuestro ser, al abandonar el timón de nuestra vida personal y comunitaria. Aunque se intente ofrecer a nivel de Provincia o de región cauces de formación permanente o de impulso espiritual, sucede lo que Teresa dice en el texto apenas citado: es inútil ofrecer una buena comida a quien no tiene apetito. El hambre se cura con la comida, mientras la inapetencia se cura con un cambio de vida, que es ciertamente más difícil de realizar.
A menudo, ofrecemos como remedio a esta situación, la oración. Pero también la oración puede ser un alimento bueno para un estómago, o mejor dicho, para una psicología inapetente. Me parece que la primera novedad extraordinaria que encontramos en Teresa es que su discurso no arranca de la oración, sino que desemboca en la oración. En nuestros documentos a menudo ponemos la oración en primer lugar, en base a un orden de prioridad. Teresa no lo hace así, sigue un orden práctico: lo primero en su intención (primus in intentione) no es lo primero que se realiza (primus in executione), es más podríamos decir que es lo último, al menos si entendemos por oración la «contemplación». Teresa nos dice que, si queremos aprender a orar, si verdaderamente queremos hacer de nuestra vida un camino de oración y viceversa, tenemos que poner bases existenciales sólidas, sin las cuales la oración o no se produce absolutamente, o al menos no se da del modo en que la piensa Teresa. Todos conocemos de memoria las tres condiciones previas de la vida de oración según Teresa:
La una es amor unas con otras; otra, desasimiento de todo lo criado; la otra verdadera humildad, que aunque la digo a la postre, es la principal y las abraza todas (C 4,4).
No se subrayará nunca suficientemente la centralidad de este texto para la comprensión del carisma teresiano. Es una síntesis muy eficaz de lo que es verdaderamente esencial en nuestra vida y no se puede quitar ni cambiar ninguna palabra. El mismo orden es significativo, como la misma Teresa hace notar. Por un lado, el amor recíproco no puede no estar en primer lugar, ya sea porque responde al mandamiento evangélico fundamental, o porque la reforma teresiano se ha caracterizado por una particular insistencia en la dimensión comunitaria y familiar de la vida religiosa. Sin embargo, parece decir Teresa, el amor entre nosotros no puede fundarse en el sentimiento, en la simpatía o afinidad humana, y aún menos en alianzas guiadas por intereses. El amor del que habla Teresa es un amor que brota entre personas humildes y desapegadas del mundo: «No puedo entender – escribe Teresa (C 16,2) – que se dé o pueda darse humildad sin amor, y amor sin humildad, como no es posible que estas dos virtudes estén en el alma sin un gran desasimiento de todo». Por eso la humildad es el fundamento de todo el edificio y el centro en torno al cual gira toda la pedagogía teresiana.
La humildad para Teresa es algo más que una virtud entre las demás. Teresa habla de «verdadera humildad» porque la humildad en la que ella piensa es el resultado de una experiencia cognitiva, es la condición propia de quien ha encontrado la Verdad, en su doble faceta: la Verdad del Dios amor y la verdad de la propia humanidad pobre y herida, pero amada desde la raíz pues no hay otra razón de tal amor sino la bondad de Dios. En este sentido, humildad no significa tanto desestima del hombre sino más bien un camino maestro para que el hombre realice la altísima vocación a la que ha sido llamado. Por eso la humildad es la condición misma de Jesucristo, expresa su actitud fundamental ante la existencia. Seguir a Jesús significa por lo tanto, antes que cualquier otra cosa, hacer propia esta actitud: «Asumid los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Fil 2,5), es decir su abajamiento y su obediencia para poder compartir su exaltación. Se trata por lo tanto de una «sublime humildad», que al mismo tiempo que se abaja y se doblega, también ensalza y devuelve la dignidad a la persona. Por eso Teresa, cuando piensa en la «verdadera humildad» la concibe como una virtud soberana, la compara con la «reina» en el juego de ajedrez (C 16,2) y la ensalza, junto con el «desasimiento», con acento triunfal:
¡Oh soberanas virtudes, señoras de todo lo criado, emperadoras del mundo, libradoras de todos los lazos y enredos que pone el demonio, tan amadas de nuestro enseñador Cristo, que nunca un punto se vio sin ellas! (C 10,3)
Y un poco después, no puede faltar la alusión a María, modelo de esta humildad real:
Parezcámonos, hijas mías, en algo a la gran humildad de la Virgen Sacratísima, cuyo hábito traemos, que es confusión nombrarnos monjas suyas; que por mucho que nos parezca nos humillamos, quedamos bien cortas para ser hijas de tal Madre y esposas de tal Esposo (C 13,3).
Evidentemente no podemos tomar a la ligera un punto tan crucial para Teresa, si de verdad queremos aprender de ella a vivir nuestra vocación religiosa carmelita. Me da la impresión que este es uno de los obstáculos mayores que nos bloquea o por lo menos hace bastante difícil una experiencia de vida diversa. Ya hemos hablado en otras ocasiones, también en cartas dirigidas a toda la Orden, después de la reuniones del Definitorio. Recuerdo particularmente lo que escribimos en la carta de diciembre del 2010 sobre la «necesidad de recuperar un espíritu de obediencia que, dejando de lado todo proyecto personal, nos ayude a decidirnos radicalmente a llevar a cabo el plano de Dios sobre nuestras vidas»:
El hombre y la mujer de hoy quieren ser dueños de la propia vida, pero en la vida religiosa no es así. Al responder afirmativamente a la llamada de Dios, hemos hecho de El nuestro dueño y Señor, aquel a quien le confiamos todo lo que somos y poseemos para que El haga lo que quiera.
Humildad y obediencia son la condición para que se puedan realizar a través de nosotros las grandes obras de Dios. Si falta este espíritu de fe, es inevitable que nos reduzcamos a cumplir nuestras pequeñas obras. Y mientras la obra de Dios es siempre portadora de comunión y de concordia, el concentrarnos en nuestras obras nos lleva a cerrarnos en el propio horizonte individual, dejando al margen la comunidad. Pensamos de este modo ser más libres y más dueños de nosotros mismos, pero en realidad es una ilusión, y la prueba está en el hecho de que normalmente no estamos contentos con las opciones que tomamos de forma individual. Las defendemos como nuestro refugio, nuestra ancora de salvación, pero en el fondo sentimos que viviríamos bastante mejor si las abandonásemos totalmente y nos confiásemos humildemente a la voluntad de Dios, tal y como esa se manifiesta por medio de las mediaciones propias de la vida religiosa: comunidad, superiores, regla y constituciones.
Para Teresa, por otra parte, la humildad es la base más sólida de la vida comunitaria. En varias ocasiones ella dice que la motivación más profunda para vivir en comunidad es la conciencia de la propia incapacidad para cumplir por sí mismo un camino de configuración con Cristo, un camino de auténtica conversión y de renovación de vida. «Este concierto querría hiciésemos los cinco que al presente nos amamos en Cristo, que como otros en estos tiempos se juntaban en secreto para contra Su Majestad y ordenar maldades y herejías, procurásemos juntarnos alguna vez para desengañar unos a otros, y decir en lo que podríamos enmendarnos y contentar más a Dios; que no hay quien tan bien se conozca a sí como conocen los que nos miran, si es con amor y cuidado de aprovecharnos». Por eso, Teresa en Vida (16,7) expresa su necesidad de compartir con los demás, de no caminar en solitario, pues mayor es el riesgo de equivocarnos cuando falta una mirada amiga, capaz de orientarnos en el camino. Y en un pasaje quizá todavía más explícito añade:
Andan ya las cosas del servicio de Dios tan flacas, que es menester hacerse espaldas unos a otros los que le sirven para ir adelante […] Es menester buscar compañía para defenderse, hasta que ya estçen fuertes en no les pesar de padecer; y si no, veránse en mucho aprieto. Paréceme que por esto debían usar algunos santos irse a los desiertos. Y es un género de humildad no fiar de sí, sino creer que para aquellos con quien conversa le ayudará Dios; y crece la caridad con ser comunicada (V 7,22).
En textos como éste, el alma de Teresa habla con extraordinaria autenticidad y frescura. Se entiende perfectamente porqué ha querido fundar comunidades orantes, donde las personas no sean extrañas unas a otras, sino que al conocerse mutuamente, una se preocupe del camino de la otra. Una forma de ser humildes es la de pedir ayuda a las demás, sabiendo que buscan nuestro bien y que harán cualquier cosa para ayudarnos. Sin esta fraternidad, donde «la caridad crece al ser comunicada», será imposible hacer un discernimiento serio y fiable sobre nuestro futuro.
Sin comunidad es inevitable que prevalga el espíritu del mundo y de la carne. Cuanto más asumimos comportamientos individualistas, más nuestras opciones –de una forma más o menos explícita- se ven condicionadas por las necesidades carnales e influenciadas por el mundo. Si huimos del compromiso de construir la comunidad (tanto en sentido material, como en sentido espiritual) todos los aspectos de la vocación religiosa empezarán a perder sentido y valor. ¿Por qué ser pobres? ¿Por qué no comprar todo lo que necesitamos, sin valorar si se trata de una necesidad real o de algo inducido por la sociedad de consumo? ¿Por qué limitar nuestra libertad de opción o de acción en base a lo que pueda ayudar a la comunidad o pueda ser decidido por los superiores? ¿Por qué sobretodo, llevar la cruz de una soledad afectiva, si de esa no resulta una profundización de la relación, sino más bien al contrario, eso parecer ser compatible con una gran superficialidad en las relaciones?
El hecho de vivir en comunidad no supone automáticamente que vivamos con la comunidad o para la comunidad. Si la comunidad es sólo el ambiente neutro donde se coloca nuestro vivir y actuar cotidiano, sin caracterizarlo, orientarlo o modelarlo en profundidad, es inevitable que antes o después se manifieste en nosotros una especie de infelicidad o descontento. Es como si al alma no le correspondiese al cuerpo, a la identidad interior la exterior, a las palabras las cosas. El sufrimiento de esta tensión, hace que a veces, en lugar de perseverar en el compromiso inicial, se decida de renunciar al alma y aceptar en cambio el cuerpo que se nos presenta. La vida entonces, ya no es la que elegimos libremente en el momento de la profesión, cuando declaramos que queríamos «darnos de todo corazón a esta familia iniciada por Santa Teresa». De modo, que en lugar de intentar formar una familia, asumimos, con mayor o menor resignación, que la comunidad no es una familia, y por lo tanto, no nos podemos entregar a ella de todo corazón. Se puede ciertamente vivir en ella, desarrollar determinadas funciones y servicios, tener sus compensaciones, mantener relaciones, pero todo eso no es todavía una familia, ni puede serlo sin una voluntad explícita y compartida.
En la medida en que nos comprometemos a construir una comunidad como familia reunida en torno a Jesucristo, se realiza o bien una separación del mundo, o bien un servicio al mundo. Teresa ha querido una comunidad capaz de vivir según una lógica no mundana, inspirada en el evangelio y en la relación de amistad con Cristo, precisamente por amor al mundo, porque «el mundo en llamas» lo necesitaba. El amor y el servicio al mondo sólo es posible si no nos conformamos con el mundo. Creo sinceramente que reforzar nuestra identidad sea necesario para poder vivir una sana relación de amor con el mundo. Tenemos que ser nosotros mismos de forma tan profunda y convencida que podamos perdernos en favor del otro. Por eso, una apertura al otro, al diverso, tiene que darse al mismo tiempo que un enraizamiento profundo y convencido de nuestra vocación cristiana, religiosa y carmelitana. La misión, como en la vida trinitaria, no es sino la dilatación, y en un cierto sentido la profundización, de la relaciones originarias de pertenencia, a las cuáles debe volver constantemente para no agotar su dinamismo.
El servicio de gobierno
He querido recordar los elementos esenciales para la realización de una experiencia vivida del carisma teresiano, recorriendo las enseñanzas de los primeros capítulos del Camino de perfección, porque me parecen las páginas más originales y más importantes desde el punto de vista de la renovación de la vida religiosa, donde se concentran las intuiciones fundamentales de la reforma teresiana. Detrás de sus palabras hay un nuevo modo de pensar la vida religiosa y el Carmelo, que constituye el complemento natural de su nueva visión de la oración y del crecimiento espiritual de la persona en relación con la humanidad de Jesucristo. Por eso me parece que, en este momento de la historia de nuestra Orden, no hay nada mejor como asumir estas palabras de Teresa como programa de gobierno. Cuanto más profundizamos en ellas, más nos damos cuenta que en las metas que Teresa nos propone se encuentra no sólo la solución a tantos problemas graves de nuestra vida, sino también la posibilidad de presentarnos de manera significativa ante el mundo moderno.
¿Cuáles son los problemas más graves? No es la falta de vocaciones ni el envejecimiento o la falta de personal, que en gran medida no depende inmediatamente de nosotros. Mas grave es, sin duda, la pobreza de la formación ofrecida tanto a nivel de formación inicial como permanente. Aunque también esta carencia es un efecto antes de ser una causa. Del mismo modo, la escasa creatividad y la falta de espíritu emprendedor (por no decir pereza) en el campo misionero y pastoral, que provoca un empobrecimiento en la animación y en la transmisión de nuestro carisma, es consecuencia de un cansancio a la hora de vivir nuestra vida de religiosos. El problema más grave, como decía, es la infelicidad, el no vivir con alegría y convicción nuestra vocación en el Carmelo teresiano, el hecho de no vibrar por los valores y las experiencias que han encendido los corazones de Teresa y de Juan y de todos nuestros santos y de todos los frailes y monjas carmelitas que han dado testimonio de la belleza de vivir en el Carmelo. ¿Cuántas personas hemos conocido que podrían decir con Teresa del Niño Jesús?: «No digo: si es duro vivir en el Carmelo, es dulce morir en él; digo más bien, si es dulce vivir en el Carmelo, es más dulce morir en él» (Derniers Entretiens, 12.7.5)
Pensando en la vida de Teresa del Niño Jesús, podemos descartar que la dulzura de la que habla haya que interpretarla en sentido idílico. Es una felicidad profunda que coincide con el crecimiento de la persona que cada día se descubre más amada por Dios y que puede participar activamente en este amor, y eso le basta. Es una forma de abandono que pacifica la persona, la consolida y la hace libre para amar: «Quien a Dios tiene, nada le falta. Solo Dios basta». Pero, cómo propiciar este crecimiento en nuestra familia? ¿Cómo proponer esto como una meta que dé sentido hoy al ser fraile o monja carmelita? Ahí entra en juego de un modo decisivo la responsabilidad de quien ha sido llamado al servicio de la autoridad y del gobierno. Seguramente todos nosotros aquí presentes nos habremos hecho la pregunta: ¿qué significa y que implica gobernar una circunscripción o toda la Orden hoy? ¿Qué es justo esperar de un superior local, provincial o general? Sería interesante un intercambio de ideas entre nosotros sobre estas preguntas. Personalmente, creo que hay dos dimensiones fundamentales en el gobierno de una comunidad religiosa, que deben integrarse o completarse mutuamente.
La primera dimensión podría llamarse «jurídico-administrativa», entendiendo con eso la gestión de las realidades que nos han sido confiadas según las reglas previstas por el derecho universal y particular. El superior mayor es, en este sentido, el que ejecuta toda una serie de procedimientos institucionales, que pueden ir desde la distribución de los oficios y la formación de la comunidad, a la puesta en práctica de las decisiones capitulares, la visita pastoral y la gestión de los procedimientos disciplinares. Todo esto no es poca cosa y una buena gestión de todos estos ámbitos es esencial para el bienestar de la circunscripción. Tengo que decir sin embargo que a los superiores les falta a menudo un conocimiento profundo y una experiencia del derecho, tanto del código de derecho canónico, como de nuestras constituciones y de las normas aplicativas. En este sentido, es normal que hasta el momento en que uno recibe en primera persona un cargo de gobierno, se tenga un conocimiento superficial del derecho. Pero, una vez asumido un cargo de gobierno, hay que comprometerse mayormente en el estudio y la consulta frecuente tanto del código, como de nuestras constituciones, si no, nos arriesgamos a pecar a menudo «por obra y omisión». En el sexenio precedente la casa Generalicia editó un prontuario para los Provinciales, para ayudarles a entrar en estas materias bastante complejas, pero me da la impresión que este libro no se ha usado excesivamente.
Quizá no nos damos cuenta que de un conocimiento superficial, incompleto, o inadecuado del derecho no sólo derivan errores de procedimiento, que a menudo minimizamos como cuestiones puramente formales y burocráticas (que por otra parte son la causa de continuas confusiones, pérdida de tiempo y de ineficiencia). Sin embargo, a veces se crean verdaderas injusticias o por lo menos negligencias graves en el ejercicio del poder que se ha confiado al superior. Por ejemplo, puede suceder que el superior tienda a ejercitar el poder de modo personal, sin acudir a las estructuras colegiales de gobierno previstas por el derecho, y sin animarlas. Ejercitar el oficio de superior mayor es objetivamente un compromiso serio, por eso nuestras leyes preveen que no sea compatible con ningún otro oficio. Hay que dedicarle tiempo, energías, no escatimar esfuerzos. El papel del superior local tampoco puede ser reducido a un encargo de poca o casi ninguna responsabilidad, que aparece en el fondo de una lista de compromisos ya bastante larga o incluso –en algunos casos afortunadamente limitados- susceptible de explotarse en beneficio propio.
Después está la dimensión que podríamos llamar «pastoral» o «formativa», que en cierto modo es todavía más difícil que la precedente pues nos plantea interrogantes sobre nuestra vocación y sobre el modo de cuidar de ella en el mundo de hoy. ¿Qué podemos y debemos hacer para animar nuestras comunidades provinciales y locales? ¿Cómo hacer de ellas comunidades verdaderamente fraternas, orantes, misioneras? En este caso no se trata de aplicar reglas o de ejecutar normas: tenemos que escuchar la Palabra de Dios y dejarnos interpelar por su Espíritu. Gobernar se convierte en un ejercicio teologal, de fe en el Dios presente y vivo que está a nuestro lado, de amor y de búsqueda del verdadero bien para los hermanos, de esperanza en una historia de salvación que continua pasando a través de nosotros. Sólo esta actitud de fe, esperanza y caridad pueden animarnos a asumir decisiones difíciles, y darnos la fuerza para resistir las críticas e incluso los errores inevitables en todo proceso de cambio. La tentación más fuerte e insidiosa es la que evitar todos estos trabajos replegándose en posiciones de prudente conservación del status quo, aun cuando esto pueda significar un continuar con ese estado de insatisfacción y de descontento que señalábamos más arriba. De hecho, sólo se trataría de ser coherentes con las declaraciones de principio que normalmente hacemos con ocasión de cada Capítulo provincial o general. Por ejemplo, ponemos en primer lugar como valores fundamentales la vida de oración y de fraternidad, pero después, la realización de estas declaraciones programáticas parece dejarse a la buena voluntad personal. O a veces decidimos que la formación y la animación vocacional son nuestras prioridades en la práctica. Sin embargo, raramente tenemos la valentía de tomar decisiones que reinventen la vida de una Provincia sobre la base de tales valores considerados imprescindibles. En el momento de decir prevalen a menudo otras instancias: la de no perder posiciones adquiridad en el pasado, la de no frustrar a las personas, o simplemente la pereza frente al cansancio de inventar un nuevo estilo o el miedo ante posibles conflictos o fracasos.
Creo que el gobierno de una comunidad carmelita, desde cualquier punto de vista que se la considere, no puede sino asumir como orientaciones y criterios de juicio los que Teresa nos enseña en el Camino de Perfección. En otros términos, el primer compromiso tendría que ser el de formar comunidades que sean lugares de auténtico crecimiento cristiano y espiritual y de irradiación de la verdad y la belleza que en ellas se experimentan. Si esto no se da y las comunidades son sólo «lugares de tránsito» en el proceso personal de cada uno, y luego cada cual tiene en otro lugar su centro de gravedad, no es posible considerar esto un mal inevitable, ni es posible aceptarlo como una carencia que viene compensada con otras riquezas en el ámbito pastoral, social o intelectual. Me parece que éste es el articulus stantis vel cadentis Carmeli, es decir, de esto depende si el Carmelo sigue siendo lo que pensó y realizó Teresa o si se convierte en otra cosa.
Naturalmente, como he intentado señalar más arriba, las «comunidades» teresianas, tienen algo muy específico. Es una categoría del espíritu más que una realidad sociológica, un modo de ser, que requiere una profunda reorientación de la persona en el triple ámbito indicado por Teresa, a saber, en el amor fraterno, en el desasimiento del mundo, y en la humildad. Sin esto no hay comunidad en sentido teresiano. Podrán existir comunidades donde se colabora, comunidades donde se convive amablemente, comunidades donde hay un compromiso de vida monástica, pero no la comunidad de personas unidas entre ellas por la amistad de Jesucristo en la que ha pensado Teresa. Es algo muy simple y pobre, pero al mismo tiempo muy profundo y interpelante. Sabemos que en la historia del Carmelo, particularmente el masculino, ha sido fácil perder de vista este modelo para sustituirlo con algo aparentemente más «útil» y «característico».
Concluyendo, nosotros que tenemos la ardua tarea de gobernar nuestra familia en estos años, no podemos eludir este desafío: forjar un Carmelo como Teresa lo ha querido, traduciendo en la práctica sus intuiciones fundamentales. Esto significa concretamente optar por la comunidad, por una vida comunitaria que sea la síntesis y el signo visible de un nuevo modo de ser: el de personas centradas en la relación con Jesucristo. Busquemos antes de nada la comunidad teresiana y todo lo demás se nos dará por añadidura (cf. Mt 6,33). Especialmente, se nos dará un futuro que hoy, por la carencia de experiencias vividas, no conseguimos sacar a la luz. Con esta invitación concluyo mi intervención en espera de vuestras aportaciones, fruto de la reflexión personal y del intercambio comunitario.